Julio Mariscal Montes
El pasado sábado nos fuimos de
excursión a Arcos. Salimos de casa con el mediodía ya franqueado y una
techumbre de plomiza melancolía que nos acompañó todo el camino. En su morriña
se cobijó la luz, pero vigorizó el verdor de los campos, serranías y arboledas,
aguando bocas y apaciguando mentes. ¡Qué delicia conducir por estas carreteras,
entregadas a la belleza suprema y natural de un rebaño de ovejas que pasta la
hierba recién lavada por la lluvia fina de la noche! El arroyo que se precipita
loma abajo, buscando el lecho materno del río que crece orgulloso de su amor
por las nubes. El huerto que agita las manos del hortelano feliz tras comprobar
cómo prospera su esfuerzo. El macizo, lejano, cercano, que nos sonríe luciendo
su vestido de añiles y malvas que le pidió prestado a la borrasca atlántica. Y
Arcos al fin, tras poco más de cuarenta minutos de placentero recorrido, allá,
altivo, desparramándose por el cerro, retándole un duelo al vértigo. Arcos, de
casas blancas y tráfico denso. Arcos, de alamedas que otean la campiña y coches
que fastidian a viandantes y aceras. ¿Por qué estos pueblos maravillosos, tan
bellos, aún más lo podrían ser, han de verse invadidos por coches y motos hasta
en el más recóndito de sus rincones y callejas? Afean hasta la extenuación,
fustigan muros añejos, plazas que dejan de serlo, ensuciando a tufos esos otros
olores…, de chimenea, de guiso casero, de ropa tendida, de casapuerta radiante
por la fregona hambrienta. ¡Lástima! Podrían ser aún más bellos. Y por una de
las calles que se afanan en subir a la Plaza del Cabildo encontramos un
monumento que restituyó nuestro aliento y me hizo extraer de mi bolso bolígrafo
y cuaderno. Es ese que se levanta en honor al que llaman “Poeta de Arcos”;
Julio Mariscal Montes. Hoy tiene calle, recibe homenajes y reconocimiento, pero
todo hubo de ser tras de su muerte. Julio Mariscal Montes, al que no conocía y
lo lamento, pero ayer noche, poco a poco, transitando las vereítas poéticas de
Internet fui enmendando tan craso desconocimiento. He aquí uno de sus poemas,
del libro “Pasan hombres oscuros”
TÚ mirabas el río,
la flor recién abierta,
el pequeño morir de los
boyeros...
Yo miraba tus ojos.
¡Y ya eran mías todas estas
cosas!
Y me iba preguntando:
¿Cómo es posible
que en esta cabecita de alfiler
de tu pupila
quepa todo el baldío que es el
mundo?
¿Cómo es posible?... Y me iba
preguntando...
Pero volví los ojos hacia fuera,
rompiendo las amarras de los
tuyos,
y al ver las vacas con enormes
ubres
que rumian lentamente su tristeza,
y el olivar umbrío, y la alta
torre
cimbreada por vientos rondadores,
comprendí que sin verlo
prendido, desdoblado en tus
pupilas,
era mundo, era un terrible ático
vacío,
un polvoriento surco que nos va
consumiendo.
Y desde aquí me supe,
abrazado a tus ojos para siempre,
que el quererte era más que una
moneda
lanzada al “cara o cruz” del
desearte.
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