Poeta amado
La luz de la
infancia habitaba en tus ojos, y con ella iluminabas el horror de lo tosco. De
lo oscuro que mora en la piel de toro. Esos mismos ojos que miraban al padre en
su despacho, el del bigote lacio, el que medita, el que canta y a veces habla
solo.
Esa luz de la
infancia se fue a caminar entre olmos. Dolor de otoño prendido a tus entrañas. Una niña
mujer se marchó con el río a buscar la otra orilla. En sus manos unos versos y
en un plato dejó hambre de suicidio.
Tu abuela era pintora.
Pintaba coplas y poemas que danzaban en un patio, con la tonada de la fuente
soñadora y la romanza de claveles y nardos, acariciando la brisa perfumada de
albahaca y alhucema.
Nerolí, nerolí,
vente pa mi casa, yo te quiero a ti.
Nerolí, nerolí, no te vayas luna, vente a mi jardín.
Siguiendo tus
pasos partimos, hace unos años, al encuentro de las sendas y los cerros de
Castilla la Vieja. De Soria a Baeza, de la tierra yerma al vergel de olivos, y
su mujer, perenne, transitando poemas y tristezas.
En la calle San
Pablo, de Baeza, un banco de forja, y sobre el banco un hombre con un libro en
la mano. Es su mirar reposado, un tanto absorto en pensamientos lejanos.
Ligeramente recostado, descansa su brazo izquierdo sobre el asiento forjado. Su
mano sostiene la pesadumbre de un corazón malherido.
Desatando la
madeja de esta tierra enferma desembocamos en la mar. La mar que acunó nuestros
sueños en la infancia primera. La mar que te acompañó hasta el final del
camino, con esos días azules, con ese sol de la infancia.
Azul de luz, en
tus versos, calor de sol, tus poemas, poeta amado, Machado.
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