lunes, 25 de febrero de 2013

Villa de Livia


Transitaba yo hace algunos sueños por las colinas tiburtinas, cuando me topé, cuasi de milagro, con la Villa de la divina Livia. Recostada la hallé, así tendida, cual delicada matrona dormida. El sol resplandecía, saturando de beldad el marmóreo pavimento. Traspasé el peristilo, ante mis ojos su florido jardín, donde hurté algunas hojas del laurel que una alba gallina a la emperatriz donó. Allende los muros la Urbe, la eterna Roma, observando de soslayo, como queriendo indagar cuáles eran mis propósitos. Perturbar jamás con mi presencia el ensueño del lugar. Aproveché el murmullo de Céfiro para susurrarle un recado de paz.
Me aposté junto a la fuente, bajo la atenta mirada de la efigie del divino Augusto. Imperturbable, alzó su brazo invitándome a entrar. Conduje mis pasos a través de un pasillo decorado por volutas que me llevó a la estancia donde habitaban las termas. Una trémula danza de inciensos y efluvios etéreos sacudían el ambiente. Aturdido apoyé mi cuerpo sobre la jamba. No podía creer lo que veían mis ojos. Ataviando las paredes los frescos más hermosos que haya visto jamás. Pinturas desgarradoramente bucólicas prendían mis sentidos, borrachos de belleza. Un azul tan intenso como el profundo mar lo anegaba todo, y sobre él las escenas más estimulantes. En el frondoso ramaje de granados, laureles, pinos y otras especies arbóreas descansaban o revoloteaban coloridas aves. Acerqué mi oído para escuchar sus gorjeos pero el balbuceo del agua se interpuso, eran ellos tan sutiles. Divagué sobre la autoría de los frescos. ¿Quizás un discípulo del Epicureísmo? ¿Quién sabe? ¿Tal vez un pastor agraciado por las musas? En tal estado de éxtasis me hallaba cuando al recinto accedió un bardo que vino a recitarme un poema. Los pajarillos trinaron para festejarlo, eran tan bellas sus estrofas. No pude más que agradecerle con aplausos sus hermosos versos. ¿Dónde quedó la poesía? Yo le pregunté. Él me respondió que no lo sabía. Le insistí, calló. Contrariado, me confesó que fue prendida por las elites de la pedantería y quien a ella no pertenecía jamás la entendería. Asentí, afligidos nos despedimos y regresé al jardín. Me enjuagué el rostro y en esto desperté. Al pronto me hallé sobre el rígido asiento de un lugar que decía llamarse Centro de Arte Contemporáneo. Recordé las palabras de Nietzsche: La sencillez y naturalidad son el supremo y último fin de la cultura. Y siendo así, yo ahora le ruego disculpe vuecencia la grosería, no me pude reprimir, entiendo que para gustos los colores, pero yo me despaché muy a gusto remedando el dicho de dos actores geniales; el arte contemporáneo, el arte contemporáneo ¡un mojón pal arte contemporáneo! 


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