Transitaba yo
hace algunos sueños por las colinas tiburtinas, cuando me topé, cuasi de
milagro, con la Villa de la divina Livia. Recostada la hallé, así tendida, cual
delicada matrona dormida. El sol resplandecía, saturando de beldad el marmóreo
pavimento. Traspasé el peristilo, ante mis ojos su florido jardín, donde hurté
algunas hojas del laurel que una alba gallina a la emperatriz donó. Allende los
muros la Urbe, la eterna Roma, observando de soslayo, como queriendo indagar
cuáles eran mis propósitos. Perturbar jamás con mi presencia el ensueño del
lugar. Aproveché el murmullo de Céfiro para susurrarle un recado de paz.
Me aposté junto
a la fuente, bajo la atenta mirada de la efigie del divino Augusto.
Imperturbable, alzó su brazo invitándome a entrar. Conduje mis pasos a través
de un pasillo decorado por volutas que me llevó a la estancia donde habitaban
las termas. Una trémula danza de inciensos y efluvios etéreos sacudían el
ambiente. Aturdido apoyé mi cuerpo sobre la jamba. No podía creer lo que veían
mis ojos. Ataviando las paredes los frescos más hermosos que haya visto jamás.
Pinturas desgarradoramente bucólicas prendían mis sentidos, borrachos de
belleza. Un azul tan intenso como el profundo mar lo anegaba todo, y sobre él
las escenas más estimulantes. En el frondoso ramaje de granados, laureles,
pinos y otras especies arbóreas descansaban o revoloteaban coloridas aves.
Acerqué mi oído para escuchar sus gorjeos pero el balbuceo del agua se
interpuso, eran ellos tan sutiles. Divagué sobre la autoría de los frescos.
¿Quizás un discípulo del Epicureísmo? ¿Quién sabe? ¿Tal vez un pastor agraciado
por las musas? En tal estado de éxtasis me hallaba cuando al recinto accedió un
bardo que vino a recitarme un poema. Los pajarillos trinaron para festejarlo,
eran tan bellas sus estrofas. No pude más que agradecerle con aplausos sus
hermosos versos. ¿Dónde quedó la poesía? Yo le pregunté. Él me respondió que no
lo sabía. Le insistí, calló. Contrariado, me confesó que fue prendida por las
elites de la pedantería y quien a ella no pertenecía jamás la entendería.
Asentí, afligidos nos despedimos y regresé al jardín. Me enjuagué el rostro y
en esto desperté. Al pronto me hallé sobre el rígido asiento de un lugar que decía
llamarse Centro de Arte Contemporáneo. Recordé las palabras de Nietzsche: La
sencillez y naturalidad son el supremo y último fin de la cultura. Y siendo
así, yo ahora le ruego disculpe vuecencia la grosería, no me pude reprimir,
entiendo que para gustos los colores, pero yo me despaché muy a gusto remedando
el dicho de dos actores geniales; el arte
contemporáneo, el arte contemporáneo ¡un mojón pal arte contemporáneo!
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