Ayer noche Jesús Quintero, con su programa, nos hizo reír y llorar de emoción, con el hermoso homenaje que le rindió a Juan Luis de Tarifa, fallecido hace apenas unos días. Dicen las audiencias que su programa lo ve cada jueves menos gente. Pero a mí me da igual lo que digan las malas audiencias y por donde vaya la inmensa mayoría. Jesús sigue convirtiendo la televisión en magia, consiguiendo que no dejen de fluir destellos de intimidad y genialidad entre él, la pantalla y el espectador, levantando un muro infranqueable entre la basura y otra forma de comunicación. Y ayer noche lo volvió a conseguir con el recuerdo a este gran hombre que se nos fue.
No podemos permitirnos el lujo de que se nos marchen, en estos tiempos tan feos que vivimos, personas como Juan Luis de Tarifa o el Peregil. Pero ambos se nos han ido, como si estuvieran cansados de ver lo que aquí se cuece. Y hemos quedado un poco más huérfanos de humanidad.
Quede su copa sostenida, a medio camino del cielo y el suelo, como recuerdo impertérrito de su estampa única.
Queden sus gafas, quede su sombrero, quede su chaqueta de pana, atadas y bien atadas, para que no se las lleve el levante tarifeño a otros paisajes etéreos.
Quede el burro rebuznando, por allá asoma la burra, sedienta de amor sincero. Quede esperando en el campo, rebuznando, a su amo y compañero.
Juan Luis era un hombre humilde, de un pueblo humilde, de una provincia humilde, pero repleta y repleto de sabiduría. De esa sabiduría popular tan denostada y tan necesaria ahora que nos van robando poco a poco la esencia de lo que fuimos. Un hombre sabio, henchido de ángel, de gracia fina y elegante. No esa gracia ordinaria y tonta, made in Hollywood, que tan de moda está en estos tiempos.
Poco tiempo atrás a Juan Luis se le fue el amor de su vida y su corazón no lo pudo soportar. Y hacia allá se fue, en busca de su querida Elena.
Descansa en paz, hombre sabio y bueno. Y que la tierra te sea leve cuando la hagas mearse de risa.
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