viernes, 9 de marzo de 2012

Huerta de San Vicente

Comentaba el otro día sobre nuestra reciente visita a Granada. No hará de esto ni dos semanas, pero cuán lejos se percibe ya. Los caprichos y celeridades del tiempo me intimidan, me extasían. Yo quisiera tener el poder de concederle una tregua a este tiempo raudo, para que se tome un descanso y preguntarle que adónde va con tanta prisa, y ya de paso nos la tomamos nosotros también. Pero ni yo tengo en mis manos ese poder ni creo que él atienda a esos ruegos. Parece estar más sordo que yo. Si quieres, tiempo, vente conmigo y nos operamos los dos. Así nos hacemos compañía, nos animamos, nos consolamos…
De nuestro último viaje al Reino de Granada conservaré, con íntimo afecto, la visita que le hicimos a la Casa Museo de Federico García Lorca, su tan amada y sentida Huerta de San Vicente, donde compusiera buena parte de su obra y de la cual partió un mal día para ya nunca volver. Queda enclavada ella, presidiéndolo, en el Parque Federico García Lorca, toda ella y todo él, en tiempos de Federico, parte consustancial de la Vega granaína.
La casa, eso dicen, se conserva tal como Federico la vio por última vez; distribución, mobiliario, solería, especies vegetales, faltan algunas, pero, sobre todo, se presiente, muy cerca, muy presente, el espíritu del poeta, como si la savia que lo nutriera noche tras noche, con los aires fríos de la Sierra de nácar o con los efluvios embriagadores del jazmín y la dama de noche, aún habitaran cada rincón de la casa. Ahora bien, para poder sentirlo has de abstraerte, y mucho, de la mala saña que también se percibe, y late con fuerza, en determinadas estancias y en la actitud glacial de la persona, una señora más estirada que un spaghetti, que nos va mostrando la mansión. De su rostro parece que se hubieran esfumado, tiempo ha, todo atisbo de expresión o sentimiento. Tiene peligro de pavor y sonrojo intentar cuestionar algunas de sus explicaciones o pretender indagar sobre algunas cuestiones o sucesos. Cuando parla en francés cualquiera diría que fuera la reencarnación de María Antonieta. De todas las casas de poetas y grandes escritores que hemos tenido la suerte de visitar, jamás de los jamases nos habíamos encontrado con persona más malaje y más desaborida que esta señora. Recuerdo, en Segovia, la chica que nos mostró la pensión donde habitaba Don Antonio Machado, su aguda sensibilidad, su vigorosa capacidad para hacerte llegar las emociones, los sentimientos, el latir de aquel lugar tan especial en la vida del poeta, tanto que incluso nos hizo llorar de emoción. Pero la señora, que en vez de guía pareciera ahuyentadora, de la Huerta de San Vicente, y no exagero ni un ápice, se localiza en las antípodas de aquella chica de Segovia. En recepción viene a sucederte tres cuartos de lo mismo. A pesar de que el trato recibido fue muchísimo más cordial y ameno, cuando intentas adentrarte un poco más en los sucesos más trágicos de la vida del poeta la respuesta es el silencio o, a lo sumo, un gesto de recelo y contrariedad. Si lo que pretenden con ello es que dejes de preguntar, el efecto causado es absolutamente opuesto. No dejas de hacerte preguntas. Preguntas que no hallaran fácil respuesta. Han pasado más de setenta y cinco años del asesinato de Federico y en Granada parece que no hubieran pasado tantos. La Granada de hoy, sus “gentes de bien”, siguen pareciéndose mucho a esa Granada beocia de la que hablara Federico. No hay sentimiento de culpa, en absoluto, más bien pienso que si pudieran lo volverían a hacer. Se percibe, se capta rápidamente cuando preguntas, según a quien, por distintos escenarios de la vida del poeta. ¿Por qué la familia, que era gente potentada y poderosa en Granada, no hizo nada por salvar al primogénito de los García Lorca? ¿Por qué no le pagaron un billete de barco para que el poeta huyera de España? ¿Por qué la familia, setenta y seis años después, sigue empeñada en no desenterrar los restos de Federico, si todos saben dónde están? Quedarán unas palabras, las últimas que apuntó, despectivamente, la señora spaghetti antes de que nos marcháramos, pronunciadas con desprecio, que no olvidaré fácilmente; aquí no tiene nada que decir un irlandés. Se refería, lógicamente, a Ian Gibson, hispanista mundialmente reconocido y uno de los más acreditados expertos en la vida, pasión y muerte de Federico. Gibson no es un modesto investigador novel, amante de la obra del poeta, que quiere jugar a adentrarse en los recovecos de su apasionada existencia. Gibson lleva desde el año 1970 estudiando a Federico y ha escrito sobre él infinitas páginas. ¿Por qué la familia no quiere recibir a este irlandés? ¿Qué vergüenzas hay que esconder? Preguntas y más preguntas que el tiempo y la memoria tal vez un día nos quieran responder. 

No hay comentarios: