jueves, 29 de septiembre de 2011

En el metro

Un pensamiento cautivo rumiando en el suelo, unos pantalones raídos caídos a mitad del banco. Un banco desvencijado teñido de moho. Por la recóndita caverna jadea lastimosamente el viento. Distante, fugaz, como un callado lamento.  

Por las escaleras mecánicas descienden unos tacones, presurosos, lánguidos, la fatiga se dibuja en el rostro, famélico, como su bolso.

En la otra orilla magnetizan nuestras mentes unos murales publicitarios que nos invitan a consumir. Los paneles informativos avisan de que el tren llegará en cinco minutos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasajeros, y nosotros, todos, aparentemente exhaustos.

Es cansino el aire, huélfago, descargando todo su peso sobre el andén, agostando sueños, ilusiones e ideas.

Rondan los tacones, de aquí para allá, no pueden estar quietos, arrastran, jadeantes, un alma agotada y una mirada perdida.

Un plano grafiteado, lo miro para distraer la vista, pero al momento la aparto. Parto de la premisa que no deseo mirar sucios recuerdos del pasado. Recuerdos de barbarie e intolerancia, discursos fanatizados. Gas, dolor, lágrimas.

Estentórea la música, escapa de los oídos de un joven de raza negra. A pocos metros un señor trajeado observa de soslayo, enhiesto, con ceño fruncido. Sus piernas se niegan, sus ojos recelan, pero sus zapatos marcan el ritmo, un tanto agitado, y de su brazo derecho cuelga un maletín, desgastado.

Una joven de cabello velado mece una silla y silabea una canción. En la silla un bebé y en el rostro del bebé unos ojos negros, almendrados, contemplan maravillados el universo cercado del metro.

Ruge el viento por la pestilente caverna, henchida ahora de luz por la linterna del vagón. El vagón se aproxima, abre sus fauces, hambriento, siete abstraídos viandantes son devorados por el tren. Desierto se queda el andén de almas pasajeras y pensamientos olvidados.

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