Una riada de potrillos,
castaños, blancos y negros.
Rezagado, bien atado,
queda un potrillo mohíno.
Yo, corrí, los quise alcanzar,
mas no era mi sino,
aquella mañana,
poderlos saludar.
Tomaron por el camino,
que les marcaba el santuario
de nacarado semblante.
Me miró, la miré,
pero ella siguió adelante.
Más allá seguiré,
donde me lleve el destino.
Me miras y yo no te veo,
mas no pienses que me olvido
del trocito de corazón
que se quedó en ese rincón,
seguro y bien escondido.
La cera en el suelo gotea.
Déjame, anda, que yo te vea,
lleva el ritmo de un latido
que a mi pecho zarandea.
Una vela se ha encendido,
la paz del mundo he pedido.
Pediré lo que tú quieras;
¿jamón, quisquillas o almejas?
Dímelo, niña, ¿qué deseas?
Deseo tornar, alborada,
que mojen mis pies el rocío.
La bandada de flamencos
principia el rumbo al estío.
Un etéreo batir de alas.
En la taberna unas palmas,
una guitarra y un quejío.
Grito de dolor profundo
que me causa escalofrío.
Lloro de mi tierra patria
que aún continua herido.
Ni olvido ni olvidaré,
aurora velada y fresca,
muy cerquita de El Rocío.
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