Las hadas del monte, quemando incienso están para perfumar los olivos. Olivos como reproches, retorcidos sobre el campo. Campo, cortijo, agua, y el humo ingrávido que por la serranía se desparrama. Un mirlo de alegre cantar, y un colirrojo curioso saltando de rama en rama va.
Un arroyo de casas blancas, limpias como la mañana, se adentra en el valle, y por la ladera, los olivos, a tropel, se derraman.
Una vereda pedregosa hacia la torre nos lleva. En el altozano Don Enrique, su atalaya edificó. Control y paso obligado hacia la Sierra. Hoy por suerte aquella historia se acabó, enredada con la madreselva y con la madre que lo parió. Paraje para el sosiego, donde canta el ruiseñor.
De Quesada a Pozo Alcón, curvas y más curvas, una riada de curvas, y en el volante mis manos, humedecidas por el sudor.
Retoza el rebaño en el roquedo. El pastor alza la vista y se corrige el sombrero, parece ocultarse. Tíscar, un santuario, una aldea, un poema y un castillo; a punto de despeñarse.
Santuario que recoge de Bizancio la inspiración. Torrentes de magia y mística. Gruta, leyenda, placas de novel conductor, unas flores, una oración. Velas iluminan el pétreo altar. Cueva del agua; cascadas de espiritualidad.
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