domingo, 3 de octubre de 2010

BÉLGICA VERANO 2010


DOMINGO 3 DE OCTUBRE DE 2010

Un geranio sobre el alféizar reposa el gato sin querer dormitar. Suena el teléfono, no para de sonar. Sentado estoy frente al ventanal. El viento y las cortinas se abrazan en un melódico ritual. Miro el cielo, es blanco como la sal. La sal no es buena para tus oídos, no lo debes olvidar. Un niño habla al teléfono, no lo quiero escuchar.
Entre los huecos de la persiana se dibujan como un susurro las nubes, me dejo llevar por él, con ellas quiero volar. Me llaman y yo las sigo, no sé adónde me llevarán, pero me da igual, yo las sigo. Acaso me lleven a conocer parajes ignotos, por verdes praderas hasta precipitarme con ellas, seré gota de lluvia, para alcanzar robledales, cuencas y valles, donde tomaré una bicicleta y pedalearé por caminos bordeados de castaños y álamos, siguiendo el curso del Mosa, hasta toparme con una joya llamada Dinant, puerta de Las Ardenas belgas, ceñida por peñascos y río. Dinant, cuna de Adolphe Sax, inventor del saxofón. Visitaré su antiquísima Catedral con su característico campanario en forma de bulbo, y dejaré constancia de mi gozo en su libro de firmas.
Retornaré a su ribera para contemplar la belleza del paisaje, la Ciudadela en el altozano, las umbrosas laderas, las casas agazapadas en los escarpados montes, abrazadas, besadas por un níveo manto de nubes.
Entre el monte y el río un vetusto tren se desplaza lánguidamente, cargado de hulla o carbón. Continúo mi paseo fluvial hasta alcanzar el Puente de la Concordia del que cuelgan múltiples banderas. Concordia para una ciudad que fue devastada por las dos grandes guerras. Un emotivo memorial nos lo recuerda en la Plaza del Ayuntamiento. Poco queda pues de lo que un día fue. Sus gentes, sus casas y palacios, todo, presa de la barbarie humana. Sólo la hermosa Catedral de Notre Dame subsistió indemne. Es el cuento de nunca acabar donde siempre pierden los mismos. Los poderosos provocan las guerras, alientan a las masas, las masas se dejan guiar cual borreguitos. En el último capítulo al poderoso lo ocultan o huye, con sus maletas llenas de salvoconductos y peculios. Mientras el pueblo, desamparado, hambriento y ciego de odio sigue enviando a sus hijos a morir en campos de batalla que más tarde volverán a pertenecer a otros poderosos, y colorín colorado otro cuento se ha acabado.
Desearía seguir mi camino sobrevolando estas tierras, entre los pliegues tupidos de los cumulonimbos, pero son caprichosos, los entiendo, trabajan en demasía por estas heredades, y tienden a disiparse con el fresco aliento de un suave viento.
Tendré que conformarme pues camuflándome entre una bandada de ánades. Remontaré con ellos el curso del Mosa, hasta alcanzar la margen derecha. Por sus afluentes de aguas verdosas me adentraré para seguir descubriendo la provincia de Namur, sus recónditos bosques de robles, hayas y olmos, insondables a pocas decenas de metros. El manto de helechos que casi todo lo cubre, excepto las sempiternas veredas. Los suaves valles, el serpenteante río y a una y otra orilla el pueblo, con sus tejados de pizarra a dos aguas y sus poderosos aleros, recias casas de piedra, bucólicas casas de piedra para sobrellevar el riguroso clima.
Otorgaré sosiego a mi alma contemplando estos campos segados, ocres tonalidades en el atardecer veraniego que más bien pareciera otoñal, los prados donde pacen mansas vacas lecheras y ovejas de encrespada lana. Y sin apenas darme cuenta, avistando, aquí y allá, majestuosos castillos y abadías, reposaré mi mochila en Florée, uno más de esos tantos apacibles pueblos apartados del mundanal ruido. Florée y su máquina expendedora de pan. Florée de calles desiertas y floridas ventanas. Desde lo más alto de la loma se goza de una vista excepcional del pueblo y la campiña.
Por el Bóreo se acerca una legión de cirrocúmulos, desplazándose velozmente impulsadas por el rugir feroz del viento. Tomo aliento, pero es inútil huir. Me llevarán adonde ellas quieran. Se oye un portazo, poco después el timbre del teléfono, un bolígrafo cae el suelo, el suelo se mancha de tinta y mi cara de baba ¡se acabó el sueño!

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