lunes, 20 de septiembre de 2010

BÉLGICA VERANO 2010


SÁBADO 18 DE SEPTIEMBRE DE 2010

Hoy, no sé muy bien porqué, he recordado momentos muy gratos de nuestro último viaje. Tal vez sea porque ayer llovió, y además lo hizo con cierto ímpetu, la madrugada vino acompañada de un notable aparato eléctrico, empapó las resecas tierras, los árboles recobraron un verde grato de frescura y el aire se siente más limpio, más diáfano, será por ello que hoy la mente, juguetona, quiso trasladarse a esa esquinita de mi cerebro donde quedan bien guardados los recuerdos de nuestro discurrir por los Países Bajos. Será porque el recuerdo es agradable y se empeña en volver y volver. Será por esto y aquello, será, la cuestión está en que hoy regresé a un lugar que me encantó; una serena población, muy cercana a Brujas, donde las vacas pacen serenamente la fresca hierba, donde los caminos, siempre bordeados de árboles, no hacen buenas migas con los vehículos a motor, caminos que invitan a serenar la mente y el corazón, recupero el olor de los prados en la tarde veraniega, la siega en la campiña que ya pinta holandesa, el sol luce, el cielo es hermoso, dibujándose en una acuarela de blancos y azules, la temperatura no puede ser más afable, ante nosotros pasan, pedaleando, una pareja de ancianos, más allá la torre de la iglesia nos avisa, con un dulce repique de carillón, de que son las cinco de la tarde. Su nombre Lissewegge, llamada “la aldea blanca de Flandes”, con sus coquetas casitas blancas y sus ventanas rojas, con sus canales repletos de flores y sus delicados puentes con peculiares esculturas, ¡qué gozo, mis oídos han querido que escuche el rumor de las aguas. Lissewegge de maravillosos jardines, sin muros que limiten el placer de contemplarlos, si acaso, tras la ventana, verás asomarse a la dueña de la casa, un tanto curiosa por nuestra manera de recrearnos ante lo que vemos; hortensias de variados colores, todas exuberantes, fucsias, gardenias, geranios, rosas y petunias, la curiosidad es mutua, ella nos mira, nosotros miramos los edenes mimados. En el alféizar de su ventana, de las ventanas, duendecillos, cisnes al vuelo, mariposas sobre el tiesto y en el tiesto una afable planta de florecillas amarillas, búhos de porcelana, jarras de cerveza alemana, todo un sinfín de elementos decorativos y tras ellos los sempiternos visillos de delicado encaje. Lissewegge y su cementerio junto a la iglesia mayor, donde la escasez de turistas invita al sosegado recogimiento. Lissewegge y el amable policía municipal, que nos ayudó, nos aconsejó y nos saludó una y otra vez en nuestro paseo, en su paseo, por el pueblo.
Lissewegge me recordó, me devolvió a esos años de la infancia cuando veíamos en casa a la traviesa Pippi Calzaslargas, por su arquitectura y el color de sus casas, por el paisaje que no es un escenario de fondo sino un todo con el pueblo.
El pueblo y la fiesta de las luces. Cuando llegamos, Lissewegge se preparaba para la fiesta que iba a comenzar poco después de las nueve de la noche. Por todo el pueblo, por sus aceras, junto al río, en el río, en los patios, ventanas, terrazas, jardines…, portavelas de muy distintas formas y colores, sin bombillas, ni cadenetas de lucecitas artificiales, todo muy natural, sin conservantes ni colorantes, como Lissewegge.

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