Ha querido despertarse el día
suave, abochornado de humedad, a ristras deshilachándose las nubes en fuego y
lágrimas, lagrimillas más bien, las de las hadas de la noche al despedirse de
la Luna. Como esas que el sábado pasado abandonaron mis ojos, casi sin
quererlo, parecían encontrarse bien en el cobijo de las retinas. Se vertieron
plácidas, con la serenidad que otorga la profunda magia de una sala de cine. No
soy crítico de cine, ni quisiera serlo, por ello hablo como profano, como un
simple espectador amante del séptimo arte que quiere compartir con sus
amigos/as las sensaciones de una película que le llegó, que le hizo vibrar de
emoción, donde el amor y la muerte van de la mano pero en la que el primero
resplandece como el cabello de la protagonista en esas escenas donde la tenue
luz de un sótano sirve de refugio a la tenacidad por vivir y a la pasión por
las palabras. La cadencia del largometraje es mesurada, precisa, sin grandes
alharacas ni juegos de artificio, la historia va fluyendo con seductora naturalidad,
la misma que destilan los actores protagonistas, admirables, encandilando con
luz propia la niña, Sophie
Nélisse, yo quisiera aprehender el idioma de sus ojos, así como Geoffrey Rush,
con una interpretación notable, y, por supuesto, Nico Liersch,
entrañable. Tal vez algunos ya la hayáis visto, su título: La ladrona de libros. No digo más, sólo que las lagrimillas de la
alborada se hicieron mayores y ahora son lágrimas, las que derrama este cielo
gris que cubre con su velo el mediodía.
Crítica i confrontació
Hace 3 años
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