Tras los visillos…
Las pupilas del cielo
se teñiron con el perfil de la ciudad. Era difícil distinguir cielo y ciudad,
unidos los dos en la cópula más perfecta. La montaña prendió la flauta que Eolo
portaba y con el pentagrama de arroyos y fuentes fue regando el camino con apacibles
acordes. En la bajada una loca comitiva de aromas y flores, ofendida y suspicaz,
no supo qué hacer para imantar las miradas. No parecía difícil captarlas, no
así dominarlas, ¡tantos eran los sortilegios que enredaban los sentidos! Una
mujer acompañaba a sus hijos a la orilla del regato, caminaban seducidos, ansiosos
por beber el néctar cadencioso de sus notas y arpegios. Sol sintió celos del
pañuelo que cobijaba los cabellos de la madre y se diluyó entre sus hilos de
fina seda. A pocos pasos la sombra quieta del marido contemplaba la escena. Un
manso grupo de cabritillos retornaba a la escuela irisando los bancales con sus
graciosos balidos. Agazapados a unos zigurats que a modo de almenas coronaban
la vereda, un tropel de chiquillos buscaba cómo encaramarse al escalón que
sorteaba la cascada. Con garrafas y gafas, camisetas y chándales de equipos opuestos,
uno del Madrid y el otro del Barça, dos muchachos, unidos en el esfuerzo,
descendían por el roquedo hacia el arroyo para reponer sus alforjas de plástico
con el líquido elemento. Entre cimas y quejigos, entre higueras y senderos la
montaña se desbocó hasta confundirse con el paisaje urbano, precipitándose por
callejones y plazas, enamorándose de tejados y terrazas, abrazando a lugareños
petrificados por el teatro del tiempo. En las cerúleas fachadas florecían,
suspendidas, unas grandes bandejas de oxidada blancura. Pregunté y me
respondieron que los paisanos las utilizaban para comunicarse con Luna, la
satélite madre. De otras colgaban, aparcadas, alfombras volantes esperando la
llegada de viajeros intrépidos dispuestos a emprender el vuelo hacia tierras
ignotas. Un generoso monstruo de siete brazos surgió de entre las entrañas de
un muro para jugar al pilla pilla con los niños. Al paso de las gentes el
monstruo sonreía con muecas resonantes. Sombra, hambrienta, estuvo a punto de
engullirse más de la mitad de su enorme cuerpo pero el coloso se resistió. Para
escapar del feroz bocado de sombra arqueó su cuerpo hasta casi arañar el suelo.
Una bandada de
geniecillos alteró la paz del mediodía con el sonsonete de clarines y timbales,
y enredados entre el fa, el do y el mi gruñían desde lo más profundo; ¡queremos
comer, queremos comer!
En el calor de mayo
el empedrado, en su desnivel más vertiginoso, se hizo hielo y unos pies lo
siguieron para averiguar su desembocadura. El fulgente resplandor cegó los ojos
del caminante, que rodó y rodó hasta llegar raudo al delta del alud. Al final
del mismo halló un zaguán abierto abrazado de azul limbo. En el dintel de la
puerta, asimismo abierta de par en par, afloraba una cifra: 215. Al separarlas
la suma de ellas daba por resultado ocho. El viajero comprobó que ocho eran,
precisamente, las vigas que sujetaban el techo del zaguán. Ocho las aldabillas
que jalonaban el portón y ocho la fecha que marcaba su reloj. Todo aquello le
resultó cuando menos extraño, lo cual le animó a entrar. Y así lo hizo. Al
traspasar la portezuela se sumergió en un largo pasillo, igualmente teñido de añil,
pero que omitido por Sol emergía oscurecido de fuego y cielo. Otra puerta más, franca
como las primeras, y tras de ella y dos ajados escalones de piedra se topó con
el primer obstáculo que frenaba sus pasos desde que llegase a ese extraño lugar;
unos tupidos visillos blancos. Las lechosas veladuras dejaban advertir un patio
espantosamente bello. Los rayos de Sol se desvanecían por la mitad del patio, mientras
la otra mitad bailaba entre sombras y sigilos. Una buganvilla resentida de
tronco sediento se retorcía por el muro en busca de Luz. A su lado una especie
de yuca centinela custodiaba otra colgadura aún más espesa. Tres peldaños de
témpano para cobijar nuevas interrogantes. ¿Qué ocultaba aquella cortina? Se
acercó un poco más y escuchó un leve tintineo. Parecían campanitas, pero…
¿quién las tocaba? ¿Adónde conducirían esos escalones? ¿Tal vez a la habitación
de una hermosa doncella? Creyó ver una especie de cántaro, modelado con un
material tan fino que parecía casi transparente. Poco después notó como se
deslizaba el miedo por su piel ¿sufría alucinaciones? Seguía preguntándose si
la casa estaba abandonada. Todo invitaba a sospechar que así era, pero, por
otra parte, tras los reflejos de Sol filtrándose entre las fisuras del techo quiso
distinguir las diminutas figuras de unos hombrecillos. ¿Eran ellos los propietarios
de tan fantástico lugar? ¿O bien era su imaginación la que se había empeñado en
jugar con su cordura al escondite? Sea como fuere, la curiosidad le empujaba a
seguir. Y traspasó, y continuó, y nada ni nadie detuvieron sus pasos hasta que
llegó a un aposento donde el hielo de fuego que le había conducido hasta allí
congeló sus sentidos. Allí estaba ella, la dama más hermosa que jamás antes
habían visto sus ojos, reclinada entre cojines, deseada por todos.
Él la miró, tímidamente.
Ella lo llamó a acercarse, sin pudor, abiertamente. Él le preguntó su nombre y
ella respondió, Libertad.
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