Amanece otra vez
Ayer fue un día
aciago. Uno de esos días en los que no hay nada mejor que hacer que borrarlos
del calendario.
Igual que le
canto a las rosas que jalonan, a veces, mi senda vital, quiero contar también
de los cardos y espinos que arañan mi camino. Y de entre todos los baches con
los que me topé, ningunos tan lastimosos y profundos como aquellos que me
devolvieron a una realidad que parecía tener olvidada con ilusiones vagas.
Saludé a la
mañana, bienaventurada ella, y me dirigí a entregar la matrícula para el ingreso
de mi hijo en el instituto. Encaminé mis pasos, firmemente convencido de que no
sería como en otras ocasiones, como otros encuentros con mi entorno social.
Ingenuo de mí, bastaron escasos minutos para comprobar que nada había cambiado.
Que seguía incomunicado. Era una evidencia que ya había experimentado apenas
dos días atrás cuando fuimos a recoger a nuestro hijo a su primer campamento de
verano. Pero la magulladura sufrida en la mañana de ayer resultó más dolorosa.
Al no entender nada de lo que me decía, solicité una leve subida en su volumen
de voz al empleado de la secretaría del instituto, indicándole que estaba
sordo. Como respuesta a mi reclamo de solidaridad y comprensión recibo,
perplejo y angustiado, la sonrisa burlona del empleado, que dirige, con
complicidad, a una de las personas que estaban cercanas a él. No hubo, sin
embargo, un esfuerzo por definir su mensaje ni elevar su tono de voz.
Tropezones similares fui hallando con el paso de las horas, en entornos
reducidos y con escasas interferencias externas, pero ninguno tan lastimoso
como el citado.
Recién
inaugurada la tarde nuestro coche no encuentra ocurrencia mejor que averiarse.
Son cosas que pasan e igual que llegan se van. Pero también llegó el taxista
que nos habría de llevar de regreso a casa, mientras el coche se encaminaba, a
lomos de la grúa del seguro, a la nave central. Y con el taxista regresó, otra
vez, esa realidad que parecía olvidada. Dio la casualidad que nos conocía,
somos vecinos. Y ante la reafirmación de mi sordera, que era ciertamente
indiscutible, no tuvo nada mejor que hacer durante el tiempo de espera, hasta
que llegó la grúa, que dirigir su palabra sólo y exclusivamente a mi esposa,
mientras yo, ya tan habituado a ello, me volvía a sentir como un fantasma, como
un ente aparentemente visible, aunque para el entorno invisible. Y debería de
llevar prisa o estaba cansado de esperar, pues no tuvo nada mejor que hacer,
tras comenzar a conducir, que tomar una curva con rabiosa brusquedad. Minutos después
una violenta sacudida, en forma de vértigo, venía a recordarme que el tirano
Sr. Meniere no se ha decidido, aún, a abandonar los dominios de que dispone en
mi cerebro.
Finalmente, como
colofón a un día infausto, dimos una larga caminata por Cádiz, que más que
paseo terminó siendo algo parecido a una huida, cual si nos persiguieran o nos
vinieran pisando los talones. Cosas que pasan.
Sé bien que
estoy aprendiendo a andar, que habré de sufrir no pocos tropezones, pero soñaba
yo con que en estos primeros pasos iba a ir dejando a un lado, de una vez para
siempre, la tan temida y angustiosa incomunicación con mi entorno social, pero
es de tontos andar divagando. Hoy amaneció de nuevo y hay que seguir caminando.
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