martes, 3 de julio de 2012

Amanece otra vez


Amanece otra vez

Ayer fue un día aciago. Uno de esos días en los que no hay nada mejor que hacer que borrarlos del calendario.
Igual que le canto a las rosas que jalonan, a veces, mi senda vital, quiero contar también de los cardos y espinos que arañan mi camino. Y de entre todos los baches con los que me topé, ningunos tan lastimosos y profundos como aquellos que me devolvieron a una realidad que parecía tener olvidada con ilusiones vagas.
Saludé a la mañana, bienaventurada ella, y me dirigí a entregar la matrícula para el ingreso de mi hijo en el instituto. Encaminé mis pasos, firmemente convencido de que no sería como en otras ocasiones, como otros encuentros con mi entorno social. Ingenuo de mí, bastaron escasos minutos para comprobar que nada había cambiado. Que seguía incomunicado. Era una evidencia que ya había experimentado apenas dos días atrás cuando fuimos a recoger a nuestro hijo a su primer campamento de verano. Pero la magulladura sufrida en la mañana de ayer resultó más dolorosa. Al no entender nada de lo que me decía, solicité una leve subida en su volumen de voz al empleado de la secretaría del instituto, indicándole que estaba sordo. Como respuesta a mi reclamo de solidaridad y comprensión recibo, perplejo y angustiado, la sonrisa burlona del empleado, que dirige, con complicidad, a una de las personas que estaban cercanas a él. No hubo, sin embargo, un esfuerzo por definir su mensaje ni elevar su tono de voz. Tropezones similares fui hallando con el paso de las horas, en entornos reducidos y con escasas interferencias externas, pero ninguno tan lastimoso como el citado. 
Recién inaugurada la tarde nuestro coche no encuentra ocurrencia mejor que averiarse. Son cosas que pasan e igual que llegan se van. Pero también llegó el taxista que nos habría de llevar de regreso a casa, mientras el coche se encaminaba, a lomos de la grúa del seguro, a la nave central. Y con el taxista regresó, otra vez, esa realidad que parecía olvidada. Dio la casualidad que nos conocía, somos vecinos. Y ante la reafirmación de mi sordera, que era ciertamente indiscutible, no tuvo nada mejor que hacer durante el tiempo de espera, hasta que llegó la grúa, que dirigir su palabra sólo y exclusivamente a mi esposa, mientras yo, ya tan habituado a ello, me volvía a sentir como un fantasma, como un ente aparentemente visible, aunque para el entorno invisible. Y debería de llevar prisa o estaba cansado de esperar, pues no tuvo nada mejor que hacer, tras comenzar a conducir, que tomar una curva con rabiosa brusquedad. Minutos después una violenta sacudida, en forma de vértigo, venía a recordarme que el tirano Sr. Meniere no se ha decidido, aún, a abandonar los dominios de que dispone en mi cerebro.
Finalmente, como colofón a un día infausto, dimos una larga caminata por Cádiz, que más que paseo terminó siendo algo parecido a una huida, cual si nos persiguieran o nos vinieran pisando los talones. Cosas que pasan.
Sé bien que estoy aprendiendo a andar, que habré de sufrir no pocos tropezones, pero soñaba yo con que en estos primeros pasos iba a ir dejando a un lado, de una vez para siempre, la tan temida y angustiosa incomunicación con mi entorno social, pero es de tontos andar divagando. Hoy amaneció de nuevo y hay que seguir caminando. 

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