viernes, 18 de mayo de 2012

Mi intervención


Como se cuentan otras historias para que ellas queden en la memoria, así quiero yo contar la aventura intensa que para mí ha sido el estreno con un quirófano y la estancia en un hospital. Sin mayores pretensiones, sin alharacas ni ornamentos, simplemente porque me apetece hacerlo. El nombre del hospital; Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla, mi tan amada ciudad, y el de la intervención; implante coclear.

Huyendo de la insana vanidad y sin afán de alardear, faltaba más, sí me gustaría reseñar que hasta prácticamente el último momento gocé de tranquilidad, muchísima más de la que yo mismo podría imaginar. No sudaron mis manos y mis brazos y piernas ni llegaron a temblar, yo que me veía en medio del corredor bailando el Chachachá. La razón de esta situación anómala, teniendo en cuenta mi historial de aprensividad, yo no la alcanzo a explicar. No acudí a sesiones de yoga, ni terapias de relajación, ni otras actividades de temática similar, ahora que tan de moda están. Bien es cierto que me sentí, me he sentido, en todo momento arropado, bienamado, por mi familia, por la ternura y los besos y abrazos de mi mujer y de mi hijo y por el cariño y calor humano de mis amigos, unos en la distancia, mi maestro Chema, pero muy cercano en el espíritu, y otros tan cercanos, tan entrañables, afectuosos y hospitalarios; Loli y Fernando. El recuerdo de esos momentos arranca más de una lágrima. GRACIAS. Tanto amor te da alas, alas, timón y velas para navegar sin temor por un incierto mar.
El martes día ocho de mayo madrugó sin mesura para mí. Me veía en la obligación de comer y beber todo lo posible antes de las ocho de la mañana, hora a partir de la cual entraban en el terreno de la clandestinidad todo tipo de bebida o alimento. Tras del copioso desayuno hice algunas salidas a la calle, llevé a mi hijo al colegio, nos fundimos en un emocionado abrazo, y regresé a casa para cambiarme. Al poco llegaron mis padres, repaso de los últimos detalles, para que nada falte, y al coche, caminito de Sevilla.
Por la autopista me dejé llevar por el paisaje. Una campiña fragante y bella me sonreía tras las últimas lluvias. Serían poco más de las diez y media cuando Sevilla nos recibió con un tráfico intenso y una temperatura que ya comenzaba a ser elevada. Primera parada en casa de nuestros amigos Loli y Fernando, a los que nunca sabré cómo agradecer el trato y la acogida que nos dieron, en todo momento. Me siento henchido de emoción al recordarlo, al rememorar en casa cada uno de los momentos vividos con ellos, la inmensa y generosa hospitalidad que nos brindaron, el sosiego y cariño que nos ofrecieron durante los minutos compartidos en la acogedora sala de estar, la ternura de su perrita, las palabras de Loli, el rostro bonachón de su madre y la compañía siempre calurosa y afectiva de Fernando, ¡qué ganitas tengo de poder escuchar un poco mejor para que nos lleves por Sevilla y aprender de tu vitalista sapiencia, ay qué ganitas tengo! Fernando amigo, que incluso hizo labores de taxista para trasladarnos de un lugar a otro, dentro de las necesidades de cada momento. No digáis que exagero, pues me faltan palabras para expresar lo que habéis hecho y lo que siento, así es que dejad que os diga, una y mil veces ¡¡GRACIAS, INFINITAS GRACIAS!!
Tras la llegada al Hostal La Muralla, a pocos minutos a pie del hospital, donde descansarían y se asearían Pili y mis padres, tuvimos a bien entrar, ya en compañía de mi hermana, en la Cervecería Bar G. Hijón, en el número uno de la Ronda de Capuchinos. Y no es que yo catara algo de lo que allí se tercia y da a su clientela y a todo aquel que quiera entrar,  pero les hice compaña y me desprendí, por primera vez en mi vida matrimonial, del anillo de compromiso, como así mandan las reglas quirúrgicas de todo hospital.
Y así, entre anillos, compañas y cafés, el reloj se fue acercando a la una y cuarto del mediodía, instante en el que decidimos encaminarnos hacia el hospital. Un tenue velo de nubes protegía a los viandantes de los rigores del sol, que de haber tenido el camino abierto nos habría abrasado con su calor.
A pocos pasos del Hospital Virgen Macarena se encuentra la sede del Parlamento andaluz. Lo miré de soslayo, como quien no quiere la cosa, es tal el hastío, y miré todo lo que pude abarcar de Sevilla, abiertamente, y calladamente le pedí que me concediera coraje y valor. Y pasada la una y media del mediodía ya me encontraba en admisión, donde nos invitaron a pasar a la sala de espera, mientras formalizaban los trámites de hospitalización. Siendo que me concedieron posada en la planta quinta y la 515-2 mi habitación. Lo de 515-2 supongo que ya sabréis cuál es su explicación, pues ha de ser mal endémico de todo hospital público, aún más acentuado en estos tiempos de recortes. En la misma habitación tres camas, tres enfermos y tres sillones y un solo cuarto de baño. Y en dicha distribución a mí me tocó la cama del centro, por eso lo del 2. Pero bueno, que más da, lo importante era salir pronto y bien, aunque no habrá de ser igual para los que requieren de más tiempo de hospitalización y ésto sólo pensarlo me produce rabia e irritación.
Ascensor, planta 5ª, recepción y entrega de pijama de última generación para convertirme en caballero hospitalario, todo de sopetón.
Buenas tardes, una señora habla por el móvil mientras da vueltas entre la habitación y el pasillo, y yo, un poco perdido aún, me dirijo al cuarto de baño donde me despojo de mis ropas, tranquilamente, no hay prisas. Regreso, ya disfrazado, a la recepción, donde una enfermera me da la bienvenida con unas palabras salpicadas de buen humor. Creo haberlo comentado en otra ocasión, pero no puedo dejar de hacerlo una vez más; cuánto y cómo se agradecen, en esos momentos, una sonrisa, un gesto amable, de calidez, empatía, comprensión. Y quiero decir que en la planta quinta del Hospital Virgen Macarena he tenido la inmensa fortuna de encontrar todo eso y más, porque el trato recibido me ha reconfortado con creces a pesar de la situación.
El tiempo de espera hasta la entrada en quirófano se fue diluyendo entre pequeños paseos por la planta, de la mano de mi amada esposa, la lectura y firma de algún que otro documento de autorización y poco más, hasta que apareció el anestesista y el enfermero de planta me aplicó la inyección en el culete que abría las puertas al mayor sopor. Me acosté, tal como así me indicaron, y a eso de las cuatro y algo fui conducido, en el papa móvil, a la planta de operaciones, no sin antes recibir el calor y el cariño de quienes me acompañaban en esos instantes; Fernando y Loli, mis padres, mi hermana y la mirada amorosa y ya un tanto nerviosa de mi amada esposa. De todos ellos me despedí dejándome conducir por ese señor de verde atavío, alto y corpulento, por varios pasillos, algunos con reproducciones artísticas, otros más serios y finalmente lo más grises, los más fríos, la planta de intervención. Allí me dejó el señor de verde atavío, al lado de una puerta que daba acceso a una sala más amplia, donde me colocaron la vía que tanto temía pero que no produjo mayor dolor y allí recibí la reconfortante visita del otorrino que me ha venido asistiendo en todo este tiempo en el Equipo de ORL del Virgen Macarena; el Doctor Francisco Ropero Romero. Su visita me insufló las últimas dosis de sosiego y coraje, que no me habían abandonado, y puede que mi amigo Chema y el doctor se fundieran en uno mismo para fortalecerme con ese apretón de manos que tanto necesitaba. Tras de él y sus buenos deseos, me pasaron a esa amplia sala, toda ella llena de tubos y focos, donde me animaron a que respirase a través de una mascarilla, uno, dos…, y ya no recuerdo más, hasta que desperté, estaba soñando, en medio de una amplísima estancia repleta de camas con personas postradas en ellas. Estaba totalmente desorientado, alcé un poco el cuello ¡qué osadía! para ver un poco mejor. ¿Adónde me había conducido el viaje onírico que me despertó? Aquella no era mi cama, aquel no era mi dormitorio, ni mi casa, no encontraba mi balcón. Al poco pasó un joven vestido de enfermero y levanté la mano para reclamar su atención. Se puso a mi lado y le pregunté dónde estaba y me respondió que me encontraba en la sala del despertar. Bonito nombre, sí señor. Entonces reconocí el rostro de un chaval convaleciente que había pasado por delante nuestra, trasladado en su papa móvil, poco antes de que me aplicaran la inyección. Eso me tranquilizó, ya me había situado. Me encontraba bien, todavía más cuando vi que el chaval era conducido por dos enfermeros con francos ánimos de abandonar la estancia del despertar. Romántica acepción para definir un lugar que no deja de ser eso; un despertar esperanzado a una ansiada solución para el mal que nos aqueja. Supuse, tras la marcha del chaval, que a mí me quedaría poco para ser trasladado a planta, donde estarían esperando mis seres queridos, como así sucedió. Me sentía bien, no me dolía la cabeza ni tenía vértigos. En ese momento sólo deseaba volver a sentir el amor de mi mujer y de mi familia y amigos. Y allí estaban, esperándome, con gestos cansados pero sonrientes, y yo me sentí felizmente arropado.
Ya en la habitación pregunté la hora, no recuerdo quién me dijo que pasaban cuarenta minutos de la ocho de la tarde. Pili y mi hermana me comentaron que el Dr. Ropero había salido para hablar con ellas y decirles que la operación había sido todo un éxito. ¡¡GRACIAS!!
Mi primera noche en el hospital, a pesar de no padecer mayores molestias relacionadas con la intervención, resultó larga y muy fastidiosa. Las molestias aparecieron por otro lado, por el esófago y el reflujo y acidez que consiguieron que lo pasara mal. Además el calor me agobiaba y no encontraba la postura ideal que en ese reducido catre me permitiese descansar. Y al no descansar yo tampoco concedí descanso a mi mujer, y cuánto lo siento. Me administraron un protector gástrico intravenoso y un relajante sublingual, pero ni aún así, el reflujo había hecho su aparición y no estaba dispuesto a marcharse tan fácilmente. Galopaba desbocado por mi esófago. Pero en fin, ésta, como otras vivencias, ya pasó, y la puedo contar como una anécdota más.
Amaneció el miércoles nueve de mayo, tanto lo deseaba, y me fueron concediendo el privilegio de volver a beber y masticar, poco y despacio, pero me supo a gloria el descafeinado con galletas que me pusieron. Pocas horas después la mañana sonreía con una feliz noticia; la operación había ido muy bien, toleraba sin mayores contratiempos la comida, la herida presentaba muy buen aspecto, y por ello me anunciaban que a la mañana siguiente, si todo continuaba igual, me darían el alta. Eso me puso más nervioso que los minutos previos a la intervención, pero en compañía de mi familia, los sudokus de mi hermana, que ninguno terminé, y la mengua del reflujo, me tranquilizaron lo suficiente para recibir la tarde con la placidez y el sosiego de saber que dentro de pocas horas estaría de regreso en mi casa.
El mejor recuerdo que guardo de la habitación 515 es su ventana y la panorámica que me ofrecía. Justo enfrente tenía ante mí, allá a lo lejos, soberbia y majestuosa, la Giralda, icono y faro de mi amada Sevilla, a la que le mandé varios besos de agradecimiento en cuanto tuve ocasión para hacerlo. Sevilla toda, que se desperezaba y se iba a dormir sorprendida por una ola de calor repentina. Sevilla toda y yo allí, arribita, en la planta quinta, deseando abrazarla.
También guardaré en mi retina la imagen del mosaico de la Esperanza Macarena poco antes de acceder al ascensor que me conduciría a mi hospedaje hospitalario. Así como el nombre de la planta en la que habité por unas horas; MUSEO DE HUELVA, algún día, tal vez, vaya a conocerlo. Por sus pasillos, de la mano de mi amada esposa, fuimos paseando y recreándonos con algunas de las reproducciones que habitan en dicho museo; retratos costumbristas, bodegones, paisajes impresionistas… Más nada comparable al recuerdo emocionado que intentaré conservar, si mi memoria no me juega una mala pasada, del calor humano, de la simpatía y afecto recibido. Nunca me cansaré de repetirlo. Una actitud y un trato intachables, en todo momento, por parte de los profesionales que llenan de vida los pasillos del Virgen Macarena. ¡Gracias sin fin para ellos y ellas por lograr que mi estancia haya sido dichosa y acogedora! Y GRACIAS, dentro del más alto grado de agradecimiento y admiración que sea posible concebir, para los Doctores Alcalá y Ropero, cirujanos y otorrinos que llevaron a buen puerto la intervención. Cuando pienso en la escasa estima de la que gozan, si la comparamos con la que reciben otros personajes de nuestra sociedad, por parte de esos que nos mal gobiernan, no puedo más que indignarme, pero quiero ahora desechar ese sentimiento.
Y mi más emotivo abrazo, agradecimiento y cariño para todos aquellos/as que me acompañaron con su presencia o desde la distancia. Mis familiares y amigos.
Para Chema, que ha sido y es mi guía, mi maestro, mi báculo a lo largo de estos meses previos a la intervención. Él, que tan generosa y pacientemente fue atendiendo, atenuando y resolviendo mis dudas y temores, hasta el último instante, hasta el último apretón de manos que tanto necesitaba y que yo sé que me mandó a través del Dr. Ropero.
Para mis entrañables amigos Loli y Fernando y su madre Lupe. Aún estoy conmovido y emotivamente sorprendido por el cariño y trato recibido de ellos. Una emoción que arranca más de una lágrima de mi corazón y de mis ojos. Ellos son la viva imagen la solidaridad y la hospitalidad más sincera y entregada. Al llegar a Sevilla nos acogieron con ternura en la preciosa casa que los cobija. Y resguardaron, durante nuestra estancia en el hospital, a nuestro coche, que quedó a buen recaudo en las mejores manos. Para ellos, que me alentaron con sus palabras, con sus gestos y abrazos ¡¡GRACIAS!!
Para mis padres y mi hermana, que tuvieron a bien acompañarme en Sevilla en estos momentos. Por hacerme reír algunas veces, por intentar y lograr que la estancia fuera aún más llevadera con esos sudokus que no logré terminar.
A mi abuela Josefa y a mi abuelo Antonio, a los que rogué para que no me abandonaran. Sé bien que ellos estuvieron conmigo en todo momento.
Para mis primos y primas, tíos y tías que mantuvieron muy vivo, en todo momento, ese hilo conductor de afecto e interés entre Sevilla y Cádiz.
Para las compañeras y compañeros de trabajo de Pili. Directora de departamento y profesores/as, a todos/as gracias por vuestros buenos deseos.
A mis suegros, por sus desvelos y rezos, por llevarme en el corazón hasta las Islas Canarias, donde tuvo a bien rezarle, con incertidumbre y fe, a la Virgen de Candelaria.
Y para finalizar, mi más emotivo y profundo agradecimiento para mi mujer y mi hijo. A ellos, por tantos sinsabores, tantas amarguras, tantos sustos y contratiempos como vienen padeciendo por culpa de esta enfermedad cochina. A ellos, que conocen mejor que nadie lo que esto significa. A ellos, por su tesón, su coraje y AMOR. Mi mujer, compañera y capitana de este buque de aguas turbulentas, merecería un monumento a la paciencia. Luchadora como pocas ante las innumerables adversidades, sin desfallecer jamás, a pesar de recibir golpes desde todos los puntos posibles y a una vez, lo último fue el Tumarkin, contra todos puede y ninguno la rinde. Absolutamente admirable, inimitable, invencible, siendo ella y sólo ella. Heroína y señora. Heroína y amiga. ¡¡TE QUIERO!!
Al llegar a casa, el mediodía del jueves 10 de mayo, mi suegra y mi hijo me dicen que nuestra gata no ha comido en todo este tiempo de ausencia. La señora gatuna baja por la escalera, me mira y muy sutilmente, con esa elegancia tan propia de ella, me maúlla.
Y de repente la caló. 


1 comentario:

Chema dijo...

Bello y detallado relato de una experiencia que ha de devolverte, con esfuerzo, ánimo y fe, el placer del sonido.

Gracias a ti, mil gracias, por considerarme tu amigo.