miércoles, 22 de febrero de 2012

Res publica

República, la primera vez que supe de ella fue a través de las sabias palabras de mi abuelo materno. Mi querido abuelo Antonio, la vida se lo llevó cuando yo tenía apenas diez años. Diez años, hermosa edad para un muy triste recuerdo, ¿dónde quedó? Allá anclada en algún rincón del tiempo y la memoria. Diez años, cuántas noches, tantas pesadillas. Noches de pánico que hoy rememoro con ternura y añoranza, por ellas y con ellas mi abuelo venía a mi cama para protegerme, para abrazarme, para narrarme episodios de la historia que serenaban mi acelerado corazón y la tenaza de mis miedos. Miedos que brotaban una y decenas de veces del armario que habitaba en la pared diestra de mi habitación, junto a mi cama, contiguo al balcón que daba a la calle. Balcón inundado de geranios enamorados de la luna de plata. Yo era un niño miedoso. En mi cabeza parecían anidar todos los monstruos y espíritus del universo orbe y ante ellos y contra ellos mi abuelo, héroe y ahuyentador de mis espantos. Y entre tantas noches, recuerdo aquella en la que él llegó, como siempre, silente y compasivo, me acurruqué a su lado y comenzó a describirme los distintos tipos de regímenes políticos, aún no había muerto el Caudillo por obra y gracia del Señor, de Santiago Apóstol y del brazo incorruptible de Teresa de Jesús.
Muy flojito, él me fue hablando de la monarquía, la dictadura y la república. De esta última decía, entre otras cosas, que era ese tipo de régimen donde no hay rey, la soberanía reside en el pueblo, y su lugar lo ocupa un presidente de gobierno. Pero me lo dijo muy muy flojito, apenas en un susurro. Un susurro que hoy regresa con nitidez de algún cobijo de mi memoria, para hablarme, para hacerme ver que no debemos dejarnos avasallar por el uso de la fuerza. Que los libros le ganen la batalla a las porras. Que prevalezca ahora y siempre el uso de la razón, en una especie, además, que se enorgullece de ello; el ser racional. Que habite en cada uno de nosotros esa república que no pudimos llegar a ver, para hacer realidad aquello que me decía mi abuelo de que la soberanía reside en el pueblo. 

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