viernes, 7 de octubre de 2011

Al otro lado del río

Junio 2010. Un clarín inaugura la mañana. Suena feliz, cantarín y bucólico. Un puente erguido sobre el ancho del río; el puente de los judíos. Leyenda o desafío, ahí sigue gallardo y decidido.

Piedra y pueblo, bandera y cielo, verde y río, en el río un reflejo y en mi corazón un anhelo.

Besalú se asoma, al otro lado del río. Penetraremos en la vetusta ciudad por el arco de más noble señorío. Va surcando mi cuerpo un escalofrío.

Habremos de ascender por una empinada cuesta, bien pertrechados vamos por unas mochilas atiborradas de calor y en compañía de un buen amigo. Allá a lo hondo queda el río; junto al río, perfilando un angosto sendero, dos filas de copudos y ancianos olmos. A los pies del olmo una niña y su perrito. Ladra el perro, suena el río, lloran las piedras, rezuman lamentos de un tiempo perdido.

De trecho en trecho aparecen viejas casonas de anchos y luengos sillares. A sus pies unos poyos que nos sirven de asiento. Siento la voz de la historia, que a susurros me habla, como un eco. Tañe el cielo el latido de las campanas. Del campanario unas palomas al vuelo ¡tam, tam! ¡tam, tam! Cenicientas son, como a cenizas redujeron sus rezos, sus huesos. 

La cegadora luminosidad nos deslumbra la vista, no así nuestras mentes, que buscan, afanosamente, ese baño ritual que bajo la tierra duerme. Allá, a la entrada del mikvé,  una fresca brizna de viento nos hace más gozoso el camino. Escapa el arrullo del agua de aquella casa. ¡Allí está! Acerquémonos. La casa tiene un amplio zaguán y por techo la inmensidad de la bóveda celeste. Nos cuentan que en este preciso lugar es donde los hebreos se dedicaban a orar. No lo dudo, la presencia de la mística y el incienso, que aún se pasea ingrávido en el ambiente, me hacen divagar.

De este lado la Sierra, los olmos, el sendero, el río, la niña, su perro, una hermosa vista para contemplar. Del otro lado, coronando el zaguán, una pétrea Menorah.

Sentado, sobre el primer peldaño, un viejecito de pelo cano y un niño de crespos cabellos. El anciano tiene ante su boca un shofar. La melodía va fluyendo, como si brotara de las entrañas de la Tierra. La tarde está serena, cálida y silenciosa, consiguiendo que se difluya, con más fuerza, el agudo lamentar.

Más arriba se apretuja el caserío de la vieja ciudad. Hay en ella una fina y añosa Catedral y frente a esta un museo de contenido singular. Callejuelas almizcladas de mesones, fruteros, recuerdos y guarnicioneros. Caserones robustos con sus escudos nobiliarios; algún jardín oculto en el interior de un palacio o dormitando en un silente claustro.

Los viajeros que llegan, como nosotros, van buscando la estrella y un buen plato de fideuá. Por la alameda que lleva al río nos vamos despidiendo de la vetusta ciudad. Acá quedará Besalú, allá nos espera Barcelona, en la hora crepuscular.

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