jueves, 15 de septiembre de 2011

Metamorfoseando

Pasaba por allí, como quien no quiere la cosa, algo malhumorado pero ilusionado, nada fosco, con férvidas ganas de escribir. Pasaba por allí, camino hacia mi casa, y me topé con un bedel que liquidaba libros de texto en un contenedor de reciclaje de papel. Pasaba por allí y al verle una catarata de pensamientos, de ideas, comenzaron a difluir por mi cabeza. Así de pasada observé los títulos de algunos manuales. Al instante me vi en la piel de ese chaval que una tarde tras otra dedicaba horas y horas de su existencia juvenil a estudiar dichos textos. Tardes somnolientas, sentado delante de una mesa de estudio anclada a uno de los rincones de su habitación, con vistas al balcón que ofrecía la escena de una calle transitada por gentes excusadas de tener que dedicar horas de estudio embebidas en uno de esos manuales que hoy el bedel liquidaba en un contenedor de reciclaje de papel. Mañanas de sábado y domingo, plenas de luz, henchidas de vida, sentado, recluido en su morada juvenil, machacándose los codos y las pueriles neuronas y sus ojos clavados sobre los párrafos e imágenes que conformaban cada una de las páginas del tema que esa semana le correspondía estudiar. Y así un fin de semana tras otro, bajo la atenta mirada de unos padres absolutamente preocupados por su actitud, por su porvenir, incluso, sin duda, mucho más que él, que a lo largo del curso había sido más bien inconstante, irresponsable, alejado de todos y todas esas personas que le querían, prefirió enrolarse en una nave de tripulación un tanto intempestiva y muy dada a la sedición. Y ahora tocaba pagar las consecuencias de tanta rebelión. Por fortuna consiguieron sacarlo a tiempo de tan peligroso navío, que estaba a punto de surcar mares tempestuosos y lóbregos. Ahora tocaba apechugar, todas las horas que fueran necesarias, para remediar lo acontecido, por más que a veces deseara levantarse lleno de furia y gritar que ya no podía más, que todo le daba igual, pero no, en el fondo de su ser, de su mente, sabía que sus padres le querían y velaban por él.  Ellos, por otra parte, también se estaban sacrificando, inmolando horas de asueto, de paseos vespertinos, de visitas a senderos y playas, todo para sacar adelante a ese retoño que se había torcido mucho más de lo debido. Ellos también ojeaban, leían con detenimiento tema por tema, por si de alguna manera pudieron servirle de ayuda al hijo pródigo, tema por tema de uno de esos manuales que hoy el bedel liquidaba en un contenedor de reciclaje de papel. Manual que tuvo un pensador, un investigador, un docente que recopiló materias, fotografías, dibujos…, para compilar un texto lo más ameno y didáctico dable para la comunidad educativa a la que iba destinada; chicos y chicas sumidos en una de las etapas más conflictivas de nuestra existencia. Un pensador, un investigador, un docente, que dedicó no pocas horas de su cotidianidad a buscar el texto más adecuado, la imagen más idónea, que subrayó las nociones más destacables, que remarcó en un tipo de fuente específica aquellas máximas que el alumno debería estudiar con más denuedo. Labor impagable para diseñar uno de esos manuales que hoy el bedel liquidaba en un contenedor de reciclaje de papel. Y una vez trazado por el pensador, investigador, docente, el bosquejo de manual llegó a la editorial, donde pasó por las manos de los lectores que le dieron el visto bueno, y después por las manos del corrector que confeccionó un boceto ortográficamente perfecto, y finalmente por las del editor que dio la orden para que el anteproyecto de manual pasara a imprenta para terminar convertido en libro de texto, en uno de esos libros de texto que hoy el bedel liquidaba en un contenedor de reciclaje de papel.

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