martes, 26 de abril de 2011

El agua, en el sentido más hermoso del término, ha sido la principal protagonista de nuestro viaje. Nos marchamos cuando ya se perfilaban por el horizonte los cumulonimbos que divulgaban la borrasca. Circulando por carreteras sinuosas, como el curso de un río,  entre retorcidos olivos, angostos desfiladeros y paisajes de ensueño, llegamos a un lugar, en los aledaños de una aldea de nombre Tíscar, conocido como Cueva del Agua. Un paraje recóndito, cuya belleza te deja perplejo, casi místico, casi irreal. Contiguo al Santuario de Tíscar, nos fuimos a refrescar, en las frías y límpidas aguas de una fuente sobre la cual un poema de Machado grabado está. En la ciudad que da nombre al Parque Natural, nos empapó una fina lluvia de atardecer primaveral, y el monte se vistió de un verde fresco, jugoso, casi comestible. Paseando por las calles de Úbeda, descubrimos un lugar difícil de olvidar; Sinagoga del Agua, así la quisieron llamar, los dignos ciudadanos que de entre los escombros la lograron sacar. Un lugar para soñar, una sinagoga para rezar. Agua espiritual, baño ritual. Sinagoga del agua, Úbeda monumental. El sueño de una convivencia que pudo ser, pero que tuvo un triste final.

Buscando el nacimiento del Guadalquivir, ¡hermoso nombre para un río!, Guadal Quivir, hallamos una dehesa, a los pies de la montaña que lo acuna, que nos vino a entusiasmar. El río, que aún es arroyo, iba fluyendo, creciendo, poco a poco, mansamente, y su afable arrullo nos fue conduciendo, entre olivos centenarios y majestuosos roquedos, hasta el altozano, donde pudimos contemplar la serranía en toda su esplendidez, mientras un tibio sol, al que las nubes iban cubriendo, la fue vistiendo de flores lilas, granas y amarillas.

El cielo se tiñó de gris oscuro, plata y negro sobre Baeza, hasta que reventó, tronando, descargando un copioso aguacero, que nos llevó a cobijarnos en la iglesia más antigua de esta ciudad patrimonial. Románica, discreta, de humanas dimensiones, de paredes semidesnudas y columnas esbeltas, servía de refugio para varios pasos de Semana Santa, sobre cuyos montículos de claveles y rosas se erguían imágenes muy bellas, algunas tan añejas o más que la iglesia que las protegía. Y Baeza se lavó la cara, acicaló sus fachadas, sus fuentes y callejas, y por ella anduvimos, hasta que nuestros vientres hambrientos manifestaron abiertamente sus quejas.

De regreso a casa, paramos para recuperar fuerzas en la hermosa Écija. Y a la salida de la misma, allá donde se yergue un monumento en honor al Augusto César, el cielo se precipitó en forma de diluvio universal. A ratos disminuía en intensidad, pero ya no nos quiso abandonar hasta que la Bahía de Cádiz logramos alcanzar.

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