Gibraltar
Sopla un ligero
viento de poniente que viene a refrescarnos la cara y una marejada de nubes
juega a enamorarse de las montañas que circundan la Bahía de Algeciras. Vamos
preparando nuestros documentos de identidad. De este lado una bandera, raída,
deshilachada. Del otro lado tres banderas ondean, tan limpias, tan limpias que
parecen recién sacaditas de lavar. Y cortando el aire una pareja de gaviotas
que vuelan de aquí para allá. Dibujando el horizonte el Peñón de Gibraltar.
Gibraltar, como
tal, es un caso singular, y puede que en esa singularidad radique el magnetismo
que nos lleva a visitarla con cierta asiduidad.
Desde el punto
de vista físico el Peñón, cuya altura máxima es de 426 metros, desde la
carretera cualquier diría que tuviera más, no supera los siete kilómetros de
extensión; 6 kilómetros de largo y poco más de un kilómetro de ancho, y está
unido al resto de la Península Ibérica por un istmo bajo y arenoso, que hoy
sirve como aeropuerto y paso fronterizo.
Siete kilómetros
cuadrados en los que habitan alrededor de treinta mil personas, cada uno de su
padre y de su madre, unos buenos, otros malos, que los habrá, y otros regulín
regular, no vamos a descubrir ahora América. Poco más de siete kilómetros
cuadrados henchidos de atributos o defectos, según se mire, pues no es oro todo
lo que reluce, como en todas partes. Siete kilómetros cuadrados donde residen,
con una ejemplaridad notable, la armonía y el respeto entre culturas, credos y
tradiciones tal como, según nos cuentan los libros de historia, coexistieron,
en determinados períodos, en suelo ibérico. Siendo así merece un apunte algo
más concreto la comunidad judía de Gibraltar, a tenor de la infausta suerte
corrida por estos en numerosos capítulos de la historia de España y Portugal.
Quieren los
legajos más antiguos contarnos que las huellas judías en Gibraltar se pueden
rastrear hasta más allá de 650 años de historia, tal vez más. Los primeros
registros datan de 1356 cuando la comunidad hizo un llamamiento solicitando el
rescate de un grupo de judíos tomado como prisioneros por los piratas.
Otros documentos indican que los judíos que huían de Córdoba buscaron refugio en Gibraltar en 1473. Desde entonces hasta
hoy jamás, exceptuando las centurias de dominio español, ha sufrido dicha
comunidad la terrible lacra del antisemitismo o judeofobia. Esto a pesar de las
cláusulas que añadieron los españoles en el Tratado de Utrecht de 1713, por el
que se les cedía a perpetuidad Gibraltar a los ingleses, que venían a decir lo
siguiente a este respecto:
A Su Majestad Británica, a instancia del Rey
Católico consiente y conviene en que no se permita por motivo alguno que ni
judíos ni moros habiten ni tengan domicilio en la dicha ciudad de Gibraltar.
Felizmente, dichas
condiciones no fueron respetadas por los británicos, como algunas otras, y en
1749 a los judíos se les otorgaba el derecho de afincamiento permanente. Lo que
permitió el florecimiento cultural y material de dicha comunidad. A poco de la
citada licencia se les concedió el derecho de edificación de lugares de culto, lo
que permitió el alumbramiento de varias sinagogas en el Peñón, algunas tan
longevas como la Gran Sinagoga, cuyo interior es una verdadera joya. De esta
habría que decir que su construcción se remonta a 1750, gracias a los auspicios
del rabino Isaac Nieto, sefardí proveniente de Londres, que fundó, asimismo, la
comunidad judía gibraltareña. Ahora bien, no quedan a la zaga en belleza y
longevidad sus hermanas confesionales, constituidas y edificadas entre los
siglos XVIII y XIX, algo absolutamente impensable en la España de aquel
entonces, y no tan entonces, y no sólo para la construcción de cualquier templo
ajeno al catolicismo, sino para la mera presencia física de judíos, musulmanes,
masones y tantos y tantos otros perseguidos por la Inquisición y la Iglesia por
su fe, raza o filosofía. De esta manera habría que decir, en cuanto a su
distribución se refiere, que más del 90% de la población judía de Gibraltar es
de origen sefardí, judíos descendientes de los expulsados por los Reyes
Católicos en 1492, siendo el resto provenientes de Inglaterra. Cuando aquí
estábamos sumergidos en el lodazal del más horrendo fanatismo religioso, en Gibraltar
prendió nuevamente una antorcha de concordia y respeto, cual faro que quisiera
iluminar la oscuridad en la que se hallaba sumida la Península Ibérica.
Pero no sólo por
judíos está compuesto el potaje del revoltijo étnico gibraltareño. También lo
aderezan o acompañan, todo armoniosamente mezclado, comunidades y confesiones
como la hinduista, visiblemente notable en dicho mélange regentando no pocos
comercios de dicha ciudad. Cuentan, asimismo, con templo propio. Numerosos,
también, los fieles de la religión islámica, en su mayoría procedentes del
norte de África. Y finalmente decir que son mayoritarias las feligresías
anglicanas y católicas, sin faltar otras del arco iris cristiano, como los
ortodoxos, evangélicos, apostólicos…, y todos ellos conviviendo fraternalmente
en esos escasos siete kilómetros cuadrados de extensión. Un ejemplo a seguir
que nos agrada y nos hace sentir bien.
Y pasemos ahora
a tratar uno de los aspectos que cada día resultan más complicados cuando de
viajar se trata; aparcar un coche. A poco más de doscientos metros del paso
fronterizo, en la Línea de la Concepción, encontrarás una inmensa parcela, desahuciada,
de firme muy irregular y pedregoso, destinada al aparcamiento de vehículos. Su
lamentable estado no ha de servirnos para desdeñarlo, porque nos ahorraremos
bastantes euros y además estaremos contribuyendo a una acción solidaria, con un
aporte voluntario que viene a mitigar, un poco, la paupérrima economía y
situación socio-laboral de quienes lo tutelan y vigilan; un grupo de
desempleados de la Línea, una ciudad castigada, casi a perpetuidad, por el
desempleo y la marginación social. Nada aconsejable el parking soterrado
llamado Constitución-Frontera. El pago de poco más de siete horas de
estacionamiento os puede dejar un sabor un tanto ácido en el paladar. También
podéis optar por acceder a Gibraltar en coche. Si elegís esta opción hay un
parking a pocas docenas de metros de la frontera cuyo nombre es Rotunda, cuyo
precio en libras resulta ser mucho más económico que el ya citado de La Línea.
Si elegís esta opción tened en cuenta que a veces se forman embotellamientos
para salir de Gibraltar. Nosotros terminamos dejando el coche en el parking
Constitución-Frontera, por eso sé de qué hablo, y bien que nos arrepentimos.
Cuando sales a la superficie lo primero que te encuentras, en derredor, es un
solar cercado y abandonado a su suerte, excepto por los innúmeros desperdicios
y escombros que alfombran su hormigonado pavimento. Buscando algo digno de ver
llegas a una especie de paseo transformado, y feo, en algo así como una galería
comercial a cielo abierto. Su estructura y diseño no aportan nada original a este
tipo de instalaciones. Goza de poco encanto y menos ambiente y muchos de los
comercios están cerrados y desalojados, secuelas de un lugar que a casi nadie
interesa. Dejándolo atrás, es lo mejor que se puede hacer, y tras cruzar dos
pasos de peatones, llegarás al paso fronterizo que te permitirá atravesar la
verja y acceder a Gibraltar.
No voy a entrar
en cuestiones políticas ni a dejarme llevar por el tan manido “Gibraltar español”. No quiero entrar en
esas discusiones. No me interesa la política ni los que la hacen posible. No me
interesan las banderas, ni las fronteras, me interesan las personas, los
pueblos. Y en el caso de Gibraltar, en el año 2002 al pueblo soberano se le dio
la oportunidad de decidir su futuro y el resultado fue muy claro y rotundo. A
la pregunta: ¿Aprueba el principio de que
el Reino Unido y España compartan la soberanía de Gibraltar? La opción de
rechazo recibió un apoyo del 99%. Hoy Gibraltar, y desde aquél referéndum, está
considerado como un Territorio Británico de Ultramar, pero con amplísimas
capacidades de autogobierno, tanto es así que la presencia burocrática del
Reino Unido en el territorio gibraltareño se limita a un gobernador elegido por
la Reina Isabel II cuyas funciones se limitan a los asuntos de defensa y relaciones
exteriores. Siendo así, interesado por las personas y los pueblos, me veo en la
necesidad de repetir lo que decía al principio, que Gibraltar como tal posee
para nosotros un magnetismo singular que nos hace visitarlo con cierta asiduidad.
Allí nos sentimos bien, entre tanta diversidad de gentes y culturas, entre
costumbres, horarios, gastronomía…, bien distintas a las que estamos
acostumbrados y a poco más de una hora en coche desde casa. Donde su
arquitectura religiosa no tiene como única protagonista a la religión católica.
Hay mucho más que iglesias y conventos. A decir verdad no hay conventos. Y
donde, además, abundan los momentos y escenas en las cuales no puedes más que
dejarte llevar y reír sencilla y francamente, al comprobar el simpático uso y dominio
del inglés y del andaluz que tienen estos curiosos llanitos. El llanito es
también la jerga o lengua vernácula de Gibraltar, una ensalada curiosísima
basada fundamentalmente en el andaluz con enorme influencia del inglés y otros
muchos idiomas y dialectos del Mediterráneo, entre ellas la haquetía, el
judeoespañol hablado por los sefarditas del norte de Marruecos, Ceuta y
Melilla.
Gibraltar, a día
de hoy, una vez que se marcharon de su escueto territorio la mayor parte de los
regimientos de las fuerzas armadas británicas y tras el cierre de los
astilleros de la Royal Navy, vive de, por y para el sector servicios,
fundamentalmente del comercio, la totalidad de sus productos están exentos de
IVA, y del turismo. En 2011 más de siete millones de turistas visitaron
Gibraltar. Y esta es la ciudad que nos vamos a encontrar. Una ciudad comercial
y turística, cuya arteria principal, Main Street, es un deleite para los que
gustan de practicar lo que ahora llaman ir de shopping, o séase ir de compras. Extendiéndose
a lo largo de un kilómetro, de norte a sur del casco antiguo gibraltareño, en
ella vamos a encontrar de todo y más, a precios, a veces, y según los
productos, más baratos que en España. Pero no todo es comercio en Main Street,
si elevas un poco la mirada, más allá de los escaparates y los reclamos
publicitarios, hallarás, en sus edificios, una mezcla de estilos
arquitectónicos pasando desde el genovés, al portugués, morisco, andaluz, sin
faltar el estilo Regency británico. Y entre los edificios más relevantes
destacan la Catedral de Santa María la Coronada, el Ayuntamiento y el edificio
del Parlamento de Gibraltar. Pero no todo el monte es orégano, como en todas
partes. Si dejas a un lado la Main Street y te encaminas hacia alguna de sus
calles paralelas, por cualquier de los muchos callejones que parten de la
arteria principal, encontrarás, a menudo, fincas, casapuertas, patios,
escaleras, un tanto sucias, destartaladas. No son pocas las fincas cerradas y
abandonadas en el casco antiguo. Y sorprende que esto sea así en una ciudad, en
un territorio tan necesitado de espacio para edificar. Y sorprende aún más que
esto sea así tras leer los informes que dicen que Gibraltar ocupa la quinta
posición, sobre 235 países, con mejor calidad de vida y niveles de seguridad.
Entiendo, al menos quiero entender, que esto se deba a otra concepción, otra
filosofía de la vida algo distinta a la que tenemos en Andalucía, tampoco pasa
siempre ni en todas partes, donde tanto abunda el amor por el cuidado y exorno
de los patios, balcones, fachadas. Sea como fuere resulta llamativo, al menos,
este estado de abandono y suciedad que presentan muchos patios y corredores de
acceso a numerosas viviendas. Tenemos querencia por observar también aquello
que no aparece en los folletines turísticos, y claro, a veces te encuentras con
estas sorpresas. Y en esa labor de indagación y observación hemos avistado escaleras
en tan mal estado que parece que por ellas no hubiera subido ser viviente en al
menos cincuenta o sesenta años. Instalaciones de luz y agua suspendidas de
paredes y techos sin el más mínimo sentido del decoro y de la seguridad. Y como
de defectos y virtudes todos estamos hechos, continuaré el relato de Gibraltar
con otro de sus personajes singulares; los macacos o monos de Gibraltar, como
cantara Víctor Manuel, considerado el único primate de Europa, aparte del
hombre, que puede encontrarse actualmente en libertad. Señalan las estadísticas
que son unos 300 los ejemplares que en la actualidad hacen diabluras allá por
donde van, ocasionando más de un altercado en las mochilas y suministros de los
turistas atrevidos que se acercan para verlos. Gustan de apoderarse de lo
ajeno, sintiendo especial predilección por bocadillos y demás vituallas acarreadas
por quienes se aventuran a pagar diez euros para subir, a través del
teleférico, hasta la cúspide del Peñón. Allá, desde esa posición estratégica
que nos ofrece una panorámica inolvidable de las Columnas de Hércules y de
otras lindezas más de esta comarca del Campo de Gibraltar, viven en comunidad,
a veces encuentras individuos solitarios, machos y adultos, pero por lo general
son criaturas grupales de estructura matriarcal. Si tras descender del balcón
panorámico, antes de tomar nuevamente el teleférico para regresar a la ciudad,
te aproximas a los senderos que conducen a la reserva natural podrás
observarlos llevando a cabo, sin rubor y en completa libertad, cada una de las
facetas de su vida diaria; espulgándose, retozando, divirtiéndose, peleándose y
robando comida, sin duda uno de sus mayores placeres. Mírales a los ojos, te
dirán cuánto disfrutan tras la captura y aprovechamiento del reciente hurto. No
necesitan hablar, con sus gestos, con sus graciosas miradas, los más
chiquitines, te lo dicen todo. En Gibraltar son patrimonio y durante años
fueron alimentados y supervisados por la Royal Navy. Una tradición popular dice
que mientras las monas persistan en Gibraltar, ésta seguirá bajo dominio
británico. No hace mucho leí un artículo en un periódico español en el que se
detallaba el plan que tiene previsto llevar a cabo este mismo verano el
gobierno gibraltareño para el sacrificio de 20 macacos, pues al parecer están
ocasionando algunos problemas entre la población; atemorizando a niños,
entrando de noche por las ventanas de algunos domicilios, provocando algunos
destrozos…, en fin, nada que el ser humano no haga superándolos sobradamente.
Difiero de tal medida, aunque ciertamente no sé cuál sería la más idónea en
estos casos. En todo caso observarlos en libertad es una experiencia gozosa e
inolvidable.
Y dejando atrás
el Peñón y sus monos regresamos a la ciudad, que por esos días festejaba con
desfiles, conciertos y numerosas banderas británicas y gibraltareñas colgadas
de balcones, ventanas, farolas y comercios, el jubileo de diamante de la Reina
Isabel II. Y allá los fuimos dejando, cada loco con su tema, y nosotros de
regreso a casa, que al peque le tocaba estudiar.
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