Y UN ABRIR Y CERRAR DE CURVAS..., ALMERÍA
Con
todo mi amor para Pili, por soportarme, y con todo mi cariño para Mari Carmen
Gutiérrez y Narciso, por guiarnos.
Nacimiento,
Abla, La Mazacuca y en un abrir y cerrar de curvas el desierto. Desierto, danos
papel de leyendas y lápiz de emociones que venimos para aprobar la asignatura
que tenemos pendiente. Y pendiente de nosotros Esperanza, la de la Posada de
Carmen. Mediando la Vega de Guadix nos llama para saber de nosotros. Por
supuesto, para allá vamos, nos estamos despidiendo de Granada, aún quedan piononos
de nata en lo alto de las cumbres, mejor otro día, ya hemos almorzado
divinamente en la Castilla de Antequera de nuestro amigo Juanchi, menú a ocho
euros, postre incluido, sacrilegio grande no tomar postre en casa de Juanchi, y
el indio al acecho, cualquiera se niega.
Esperanza, la de
la Posada de Carmen, nos recibe pasadas las seis de la tarde, muestra el apartamento
y nos habla de su afición a la pintura. En la Posada de Carmen forman sinalefa
la tradición y lo nuevo. Un dosel para el amor en la geometría del dormitorio,
mobiliario rural y antiguo de cuidada rehabilitación… y en toda la vivienda el
cielo, allá en lo alto, cuarteado con vigas.
En el abrigo de las colmenas un hombre
juega a la comba con una cuerda de arcoíris, dos luceros, cuatro sombras y en
su salto alborea el niño Cabo de Gata. Y
en la Cueva de los letreros una salamandra lleva un pincel en la boca con el
que viene pintando cuevas y volcanes desde más allá de la prehistoria. En la
anochecida, el hombre mancha sus manos de almagre sangre de tierra y
recorriendo las calles de Mójacar estampa su figura en paredes y portones.
Árboles
enhiestos salpimientan el roquedo, espejismos bautizados con el nombre flor de
pita. Flor de pita, lanza, viento, con coronas y espolones, delineando el
sendero donde se rifan renglones realidades y cuentos. Un cortijo se despeña en
la memoria de los hombres y una mujer muere en vida por el crimen más horrendo.
Horrendo despliegue de torturas estas piedras simientes de traiciones y
lamentos. Aljibes y balsillas,
centinelas del desierto, extraen vida que canta desde las aguas recónditas. Enclaustradas
están las grietas de estos muros que enloquecen con sombra fresca de olivos.
Olivos sacudidos por el peso del recuerdo, a su sombra danzan las niñas en la
merienda del tiempo. En la merienda del tiempo el viento rufián se zampó la
escasa dignidad que quedó tras de esas cuatro paredes. Cortijo de frailes y
espinas y un campanario sediento.
A lomos de un
caballo con vapores de potencia abandonamos el Cortijo camino de San José y de sus
playas de Monsul y Genoveses. Cabalgamos borrachos de matices por esta
naturaleza llena de estigmas. Un molino la defiende con aspas de transparencias
y armadura de nieve seca.
Entre los
Genoveses y Monsul dicen que duerme una duna fosilizada. Yo no he visto tal. En
cambio, sí he pisado el dorso adormecido de un fósil bebé de ballena varada. Y
le he pedido perdón admirando la belleza de su casa. Y he sentido su enfado por
tantas irreverentes pisadas, y me lo ha mostrado, visible y elegante, en el
rugido plácido de las olas mediterráneas. Y al transitar por los adarves de
estos baluartes volcánicos he visto abiertas las fauces de un castillo
guarnecido por aves guardianas de la costa.
En lo alto del
promontorio un faro que no es un faro custodia la entrada a este paraje donde
se hacen el amor el mar de azul más intenso y los suspiros de un volcán antediluviano.
Son retoños de otra época que hoy se muestran erguidos, disfrazados de pinos,
chumberas, pitas y eucaliptos.
En el vientre
del volcán trabajaba un pintor de pinceles hechiceros, y en comunión con su
casero vistió de incontables tonalidades este vergel desierto marítimo. El
pintor se marchó, las olas lo andan buscando. Aquí se quedó el volcán, apuesto
monumento pétreo.
En el regreso
motean la aridez campamentos árabes de hielo y oculto corazón de verduras y
durmientes marismas de plásticos y hermosos nombres solfeando con la flora y el
asfalto, simbiosis desteñida a esta hora por la yema batida que se derrama por
el cielo. Sus soldados se desplazan con caballos de dos ruedas. Van
pertrechados de nostalgia, de tristeza su panoplia, y en su trote suenan,
suenan las miserias que les dejan los regidores de esta plaza. Los Albaricoques
quedan atrás, vamos volviendo hacia Níjar.
Dos gatos se
están lavando por las calles de Mójacar, y dos más, y dos más, y dos más, gatos
y más gatos como epifanías de la historia. Está loco mi objetivo que
esquematiza el episodio con partituras de tuaregs y batiburrillos de idiomas a
la sombra de una jaima.
Ronronean las
flores en las pieles de las sierpes que descienden hacia la sierra preñada de
volcanes. Los lugareños pintan de blanco la piel de sus serpientes que riegan
de vez en cuando con tabernas y
arcos proverbiales. Y las serpientes, a veces, erizan sus lomos con balcones,
donde duermen la siesta cúpulas, buganvillas y alfeizares con cantigas de
moriscos.
Montañas de
Mójacar en su tinta dan el santo y seña en La frontera de Carboneras.
Se entreveran
los ecos del dolor en los pliegues de la montaña. La mar estaba hambrienta
aquella mañana en la que se alimentó con el alma de sus hijos. Se desmayó el
atardecer con el llanto de las madres y las orillas se cubrieron de loca
oscuridad y desatino. No supo el amor pronunciar los nombres de la muerte y
ellas se desnudaron de vida entre lágrimas de huerto. Lánguida y derrotada, la
montaña resguardó en la epidermis de sus rocas el luto de Las Negras.
Entre los
bancales de sus piedras hoy otros siembran colillas y música con varios
decibelios de alcoholismo. Y hay marinos desdeñando las olas y sus mensajes con
motos de agua que persiguen muchachas que aún no aprobaron los manuales de la
vida.
Desde el mirador
de la Amatista la tierra, enamorada del mar, se alza a cada instante. Las
nubes, celosas de las cumbres, han cubierto de quejidos el horizonte y se
elevan, pausadamente, para colocar un velo sobre el Pico de los Frailes. El
mar, profundo pentagrama de bailes, abre sus labios como un cráter generoso.
Líquenes y palmitos celebran el desposorio despertando a las torres vigías que
se van pasando el testigo desde aquí hasta la Isleta del moro.
La nana de las
orillas balancea a las ninfas de esta cópula. Barquitas de árbol y sol, hijas
de la tierra y el mar.
Los frailes ya
están mirando. Dispara, dispara, que el velo se lo van a quitar.
Por la cuesta de
la atalaya se disuelve el resol de la jornada. Un silencio de casitas
durmientes acompasa el retumbo de un desfile. Fruncen el ceño las montañas en
el humo de la tarde. El sol cubierto de
timidez le da la espalda al valle. Desleído en su bochorno, extiende el sol sus
rayos como papeles de nácar y miel sobre la vega. Un pueblo observa atento la
hermosa fugacidad de lo cotidiano. Estrofas con rimas en ocres buscan completar
el poema de la noche. Y la atalaya, allá en lo alto, custodiada por flores de
pita y besos. Romances de tiempos pretéritos que hoy se arriman a tu cuerpo. Tu
cuerpo, coqueteando con las escaleras de la memoria. Y al atardecer, Níjar.
A los pies de la
colina un aroma a cañizo y flor de pita se restriega por los bancales sacudidos
por el viento. En el paraje poco más; una acequia, dos palmeras y una mirada
distante. Del otro lado se yergue un rosario de zaguanes teñidos de añil
enredados entre arroyos de casas encaladas que entonan el pregón de la memoria.
En el rebato de
la campana un gato salta de una azotea llevando un haz de luz en sus ojos. Y
aquel valle, en apariencia yermo, se reveló cultivado a cada palmo de poesía.
INFORMACIÓN PRÁCTICA
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Habitamos como vecinos de Níjar en la Posada de Carmen, calle de la Carrera
número 24, regentada por Esperanza. Y por tres noches, que fueron pocas,
pagamos 150 euros.
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Para las cosas del comer en la ida y en la
vuelta le hicimos caso al indio de Antequera, y en el comedor del Hostal Restaurante Castilla estuvimos
comiendo de menú. Ocho euros de lunes a viernes, con bebida y postre incluidos
y el cariño y la hospitalidad de nuestro amigo Juanchi.
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Ya en Níjar y aledaños el primer almuerzo fue en
el Hostal Restaurante Alba, en la
pedanía de Los Albaricoques, asimismo de menú, 11 euros por persona, bebida y
postres incluidos.
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Y el domingo, a la vuelta de Mójacar, cruzamos La Frontera para regresar al Parque
Natural Cabo de Gata-Níjar en la localidad de Carboneras. Almuerzo a la carta,
con dos tintos de verano, sin postre: 31 euros.
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Y para alimentar al caballo de los vapores de
potencia destinamos un total de 80 euros con menú preciso de gasoil.
Rafael Arauz González
Ciudadano del mundo. Junio 2016